El pintor de las azoteas otea Cádiz en 360 grados | Cultura
En Cádiz los salones se replican como un espejo en las viejas azoteas. Los muros se elevan por encima de los techos, se convierten en pretiles que dan solidez a los forjados y proyectan a cielo abierto las habitaciones y puertas que están justo debajo. Uno puede visualizarse tendiendo una colada justo en el espacio que ocupa el salón o tomando el sol en lo que debajo es el dormitorio. En una ciudad finita en la que los gaditanos resuelven la falta de espacio para el asueto en las alturas, raro es el vecino del casco histórico que no tiene un recuerdo infantil asociado a esas estancias al sol. A Cecilio Chaves le evocan tardes de tarea y un disfraz de Superman: “Era el jardín de mi casa”. Ahora, a sus 52 años, al conocido como pintor de las azoteas le gusta adivinar qué estancia se oculta tras esas cubiertas mientras, pincel en mano, se enfrenta al reto de retratar un blancor que coquetea con las decenas de tonalidades que van del frío amanecer a la cálida puesta de sol.
Ese, el de pintar las azoteas de Cádiz en un día completo, no es el único desafío que ha tenido que superar para concebir la exposición 360 Cádiz. A lo largo de una pared de 32 metros —que, a su vez, es también un lienzo— se extiende un políptico de 31 cuadros en los que plasma la vista completa de Cádiz desde la torre Tavira, un mirador del siglo XVIII ubicado en el centro geográfico del casco histórico reconvertido desde hace 30 años en una turística cámara oscura. La muestra, visitable hasta el 15 de noviembre en el castillo de Santa Catalina, usa como excusa esa efeméride y la del propio artista, que celebra las tres décadas desde que pudo dedicarse “a vivir de esto”. “Es un proyecto que llevaba pensando mucho tiempo. Han sido seis meses de dedicación plena por el mero capricho de hacerlo, sin pensar en lo comercial, porque una obra de 31 cuadros no lo es”, apunta el pintor.
A lo largo de los 32 metros de muro, las obras se ubican arriba, abajo y sobre la línea que marca el mar como el sempiterno horizonte de Cádiz. En ese skyline de azoteas de muros blanqueados y baldosas rojizas sobresalen campanarios, cúpulas y algunas de las 126 torres miradores con las que los cargadores de Indias de los siglos XVII y XVIII coronaron sus palacetes para controlar la entrada y salida de sus buques de mercancías. En lienzos de variables formatos, Chaves encuadra retazos de esa vista que cualquier turista puede contemplar desde lo alto de la torre Tavira —la más alta de todas—, pero evita deliberadamente las escenas más obvias mientras retrata los hitos más imprescindibles: el castillo de San Sebastián, la catedral y el puente de la Constitución de 1812 (estos dos ya bajo la fluorescente luz nocturna).
El resultado es una vista en la que esos hitos patrimoniales del paisaje se entreveran con antenas de televisión, monteras de cristal y hasta placas solares que se despliegan sobre un paisaje de altura uniforme, concebido así en entre el barroco y el neoclásico. La transición del día a la noche, uno de los mayores retos de la obra, hace que los tonos varíen del frío del amanecer a los potentes naranjas y rojos del atardecer. En la vista 360 grados “no hay personas, pero sí señales de ellas, como la ropa tendida”, como explica Chaves. Y es ahí donde el objeto retratado, Cádiz, despliega todo el atractivo que le hace tener una de las vistas aéreas “más peculiares” del país.
La ciudad lleva siglos con su casco histórico —de apenas un kilómetro cuadrado— constreñido por el cinturón de mar que le rodea. Eso hizo ya que aquellos hedonistas comerciantes burgueses del siglo XVII y XVIII, que anhelaban todo el dinero y poder que la cuna no les dio, se viesen impedidos de construir grandes palacios con jardín, muy al gusto de la cercana nobleza sevillana. Así que los empresarios desplegaron palacetes en alturas de entre tres y cuatro plantas, festoneados de torres miradores, y en los que las azoteas eran esos puntos de asueto hurtados por la ausencia de verde. Eso ha marcado para siempre los usos que los gaditanos dan a los dos planos de la ciudad, el aéreo y el que está a cota cero. “El ocio y la tranquilidad están en las azoteas, frente a la calle y su jaleo”, resume Chaves. La diferencia se remarca aún más gracias a que la instalación expositiva está ambientada con sonido real de la ciudad: ruido de bullicio callejero, sonido de gaviotas, repiqueteo de campanas.
En los 31 lienzos del políptico no cuesta imaginarse perdido entre el laberíntico recorrido de pretiles que dibujan estancias a cielo abierto. Chaves, vecino del centro, recuerda esas tardes de niñez de manualidades, tarea y juegos, mientras que hoy como adulto sigue recurriendo a los altos de su edificio para el asueto. “Fisonomías como éstas hay pocas porque en pocas ciudades se vive tanto la azotea”, asegura el artista. Después de 30 años de oficio, el pintor da fe de que las azoteas de la ciudad tampoco han cambiado tanto, pese a las placas solares y pérgolas que han proliferado en los últimos años. El jardín privado de Cádiz sigue estando al final de la escalera, donde el cielo se toca con el mar.
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