
A María Teresa Campos no le gustaba estar sola. Siempre andaba acompañada: de Gustavo, su chófer, que estuvo con ella incluso después de protagonizar alguna que otra polémica a costa de unas grabaciones que salieron a relucir, o de Sonsoles, su secretaria personal, su mano derecha, la mujer con quien uno debía hablar para cerrar cualquier entrevista.
A su alrededor, todo un equipo de profesionales que la acompañaron durante años, de programa en programa, de cadena en cadena, más como una familia que como una redacción: desde Rafa Lorenzo, el cerebro en la sombra, a Paloma Barrientos, organizando las mesas de debate. Además, tenía su corte de colaboradores y amigos que la seguían allá donde hiciera falta, ya fuera una fiesta o un viaje: Josemi Rodríguez Sueiro, Gonzalo Presa, María Rosa, Marilí Coll, Cuca García Vinuesa (cuya relación terminó fatal cuando María Teresa le robó el novio motero)… El más rebelde, Jesús Mariñas, que a menudo iba por libre. Ella corría con los gastos. Todos desaparecieron cuando la presentadora dejó de ser la estrella que daba trabajo en sus tertulias.
En 1996, María Teresa Campos destacaba en TVE con ‘Pasa la vida’ y ‘Tardes con Teresa’. En una maniobra que le cuesta 500 millones de pesetas de la época, Tele 5 la ficha y le da total libertad para hacer ‘Día a día’, el programa que la convertiría en ‘reina de las mañanas’, con audiencias que superaban el 25%. Hasta que en 2004, Antena 3 le puso tres millones de euros sobre la mesa y se marchó a la competencia, protagonizando una sonada anécdota con Paolo Vasile, consejero delegado de Mediaset: «Me llamó gilipollas en directo. Lo entiendo. Siempre pensé que desde su punto de vista tenía razón.» Más que dinero, el desacuerdo vino porque no quiso concederle las tardes a Terelu. Porque María Teresa siempre ha ejercido de ‘madre coraje’ y ha tenido a sus hijas lo más cerca posible, lo más protegidas posible: Carmen en la dirección, Terelu ante las cámaras. Pero ella tenía el programa en la cabeza, controlaba el ritmo, sabía qué funcionaba y cuándo debía dejar morir una sección. Y sacó provecho del nombre de colaboradoras como Lara Dibildos o Rocío Carrasco, que lo mismo presentaban que daban titulares en la prensa del corazón, inventando una transversalidad nunca vista en el género. También rejuveneció el ‘target’ de su última franja con un debate político que le permitió explorar un periodismo que la acercó al poder. Y todo, con una mirada feminista que alternaba con toques de espectáculo: lo mismo entrevistaba a un ministro que montaba un musical, porque entendía la televisión como un show vivo.
La Campos tenía mucho carácter: «Verla cabreada acojonaba», reconoce Raúl Prieto, director de ‘Sálvame’. Y había algo que la cabreaba especialmente: la audiencia. Era adicta a los datos de audiencia, desayunaba con ellos y, si no eran buenos, empezaba la jornada con el pie torcido. Era muy exigente: si las cosas no estaban como ella quería, podía tirar al suelo lo primero que tuviera a mano. Esos prontos, como los define Paolo Vasile, le duraban unos segundos: «Era impulsiva y reflexiva, pero no rencorosa.» «Es cierto que tenía un carácter endemoniado», reconoce Paloma Barrientos, «pero era generosa, profesional, moderna, adelantada a su tiempo. Siempre me llamó la atención su rapidez y su facilidad para comunicar de manera sencilla.» Verla trabajar era un espectáculo: en el tiempo que compatibilizó las mañanas en Telecinco con las tardes en la Cope, apenas comía, todo era vivir en la burbuja de la televisión y la radio. Allí era imbatible.
Tenía una debilidad: los zapatos. Con apenas metro cincuenta y siete de estatura, a María Teresa le gusta lucir taconazo. Y lo sufría no siempre en silencio, porque a quien quisiera escucharla. En el coche, el camerino o el bolso tenía un par más cómodo que se ponía cuando ya habían terminado las obligaciones. En plató se cambiaba en cuanto se apagaba el piloto rojo, suspirando, consciente de que al día siguiente volvería a repetirse la tortura. Como siempre.
Sin el programa de despedida con el que soñó para poner fin a su carrera, María Teresa acabó sus días jugando a las cartas con un grupo de amistades encabezado por Maite Valdedomar. No es que fuera una gran jugadora, al contrario, pero esas tardes las pasaba entretenida, rodeada de gente, activa, hasta que la enfermedad la fue apagando. Y en el final, como en su vida, no estuvo sola ni un momento.